EL PINO DE FORMENTOR


 

Hay en mi tierra un árbol que el corazón venera:

de cedro es su ramaje, de césped su verdor;

anida entre sus hojas perenne primavera,

y arrostra los turbiones que azotan la ribera,

añoso luchador.

 

No asoma por sus ramas la flor enamorada,

no va la fuentecilla sus plantas a besar;

más báñase en aromas su frente consagrada

y tiene por terreno la costa acantilada;

por fuente el ancho mar.

 

Al ver sobre las olas rayar la luz divina,

no escucha el débil trino que al hombre da placer;

el grito oye, salvaje, del águila marina,

o siente el ala enorme que el vendaval domina

su copa estremecer.

 

Del limo de la tierra no toma vil sustento

retuerce sus raíces en duro peñascal.

Bebe rocío y lluvias, radiosa luz y viento;

y cual viejo profeta recibe el alimento

de efluvio celestial.

 

¡Árbol sublime! Enseña de vida que adivino,

la inmensidad augusta domina por doquier.

Si dura le es la tierra, celeste su destino

le encanta y aún le sirve el trueno y torbellino

de gloria y de placer.

 

¡Oh! sí; que cuando libres asaltan la ribera

los vientos y las olas, con hórrido fragor,

entonces ríe y canta con la borrasca fiera,

y sobre rotas nubes la augusta cabellera

sacude triunfador.

 

¡Árbol, tu suerte envidio! Sobre la tierra impura

de un ideal sagrado la cifra en ti he de ver.

Luchar, vencer constante, mirar desde la altura,

vivir y alimentarse de cielo y de luz pura…

¡Oh vida, oh noble ser!

 

¡Arriba, oh alma fuerte! Desdeña el lodo inmundo,

y en las austeras cumbres arraiga con afán.

Verás al pie estrellarse las olas de este mundo,

y libres como alciones sobre ese mar profundo

tus cantos volarán.

 

 

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ADIÓS A ITALIA


 

En la orilla lejana va esfumándose

cual leve niebla la ciudad marmórea

y el encantado litoral Ligúrico

se pierde en vagos ópalos.

 

Ya en la azul vaguedad supremas cúspides

vense tan sólo por la nieve cándidas,

como blancos cendales con que el último

lejano adiós prolóngase.

 

¡Adiós, Italia, adiós! Desde tus márgenes

ni un suspiro me sigue, ni una lágrima;

mas al dejarte los afectos íntimos

vibrar siento en el ánimo.

 

Huellas no dejo en ti; mas en mí déjalas

hondas tu numen, y doquier la ráfaga

me lleve del destino, allí tus pléyades

veré de gloria fúlgidas.

 

Por tus ciudades, peregrino ingónito,

solitario pasé. Mi oculta cítara

solo confió sus notas al olímpico

silencio de tus mármoles.

 

Ante el sepulcro de Virgilio, pródiga

de luz y encantos, me hechizó Parténope;

y al cráter me asomé, y vi a la víctima

Pompeya abrir su túmulo.

 

Contóme grave su leyenda mística

Umbría la verde, al pie de sus acrópolis;

y allá me embelesó Florencia plácida

entre olivares áticos.

 

Bañé en serenidad paradisíaca

el alma absorta sobre el Lario límpido;

y a Milán acaté, que al llano Insúbrico

muestra sus cien pináculos.

 

En la docta penumbra de sus pórticos

acogióme Felsina; y la Adriática

Reina oriental me reveló poéticos

arcanos en su góndola.

 

Ya por un lustro en su recinto clásico

Roma la grande dilató mi espíritu,

y en la suprema universal Basílica

ciñóme el sacro cíngulo.

 

¡Adiós, Italia, adiós! Desde tus márgenes

ni un suspiro me sigue, ni una lágrima;

mas al dejarte los afectos íntimos

vibrar siento en mi ánimo.

 

Palenque de la historia, alta metrópoli

de la cultura y de la fe, prolífica

madre de genios, por el arte espléndida,

salud, ¡oh tierra itálica!

 

Reina del gran destino, nunca apóstata

reniegues de la Cruz, que un día fúlgida

consagró para siempre con el lábaro

tu frente sibilítica.

 

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MIGUEL ÁNGEL


 

 Miradle adusto, pálido el semblante,

 torva la frente de vigor toscano,

 con su cincel de cíclope en la mano,

 honda en el alma la visión de Dante.

 

 Artista de la forma palpitante

 y del profundo corazón cristiano,

 arrastra por la vida el soberano

 dolor de todo espíritu gigante.

 

Su norma es la unidad grandiosa y fuerte:

es el genio latino que, humanado,

reina en las artes, las sojuzga y doma.

 

Es el que, digno de tan alta suerte,

con la cúpula excelsa ha coronado

tu frente colosal, ¡oh madre Roma!